Desde niño he estado pidiendo, soñando, anticipando,
esta certeza que ahora me invade como una repentina temperatura, como un sordo golpe en la garganta,
aquí en esta calle de Córdoba, recostado en la precaria mesa de latón mientras saboreo el jerez
que como un ser vivo expande en mi pecho su calor generoso, su suave vértigo estival.
Los dioses, en alguna parte, han consentido, en un instante de espléndido desorden,
que esto ocurra, que esto me suceda en una calle de Córdoba,
quizá porque ayer oré en el Mihrab de la Mezquita, pidiendo una señal que me entregase, así, sin motivo ni mérito alguno,
la certidumbre de que en esta calle, en esta ciudad, en los interminables olivares quemados al sol,
estaba el lugar, el único e insustituible lugar en donde todo se cumpliría para mi
con esta plenitud vencedora de la muerte y sus astucias, de olvido y del turbio comercio de los hombres.
Para el recuerdo del primer concilio laico celebrado en Córdoba.