Tomado de Luis Suárez-Carreño en publico.es
Lo de los abusos sexuales a menores en instituciones religiosas, en nuestro caso católicas, era otro de esos elefantes en la habitación de los que todo el mundo es perfectamente consciente pero que nadie menciona. En nuestro país, todo lo que tiene que ver con la Iglesia es generalmente tabú. En eso se parece a lo que atañe a la institución monárquica, otro elefante que abusaba de lo humano y lo divino, pero al que nadie veía. Son las rémoras franquistas con las que seguimos conviviendo: los privilegios de la iglesia católica y la institución monárquica son una herencia más de la dictadura que en la transición nos obligaron a tragar como el aceite de ricino a la infancia de la posguerra. La preservación de instituciones irracionales e injustas, y profundamente antidemocráticas, como la monarquía o el Concordato (convenio del Estado español con el Vaticano de 1953, renovado mediante sucesivos acuerdos en los años 70), son parte del precio que la oligarquía y la derecha se cobraron a la muerte de Franco a cambio de aceptar la implantación de una democracia parlamentaria en nuestro país. Con esos privilegios eclesiales no se trataba únicamente de preservar prebendas de esa opaca y descomunal empresa-institución, se trataba de algo más importante: prolongar en lo posible el sometimiento ideológico de la sociedad mediante su aparato de valores y creencias.
La religión es el opio del pueblo (Karl Marx, 1844). Es difícil condensar mejor en una sola frase la función social de las creencias religiosas: instrumento de fanatización, alienación, domesticación… como cualquier superstición es una creencia blindada frente a la duda por la magia de lo sobrenatural. La especie humana, paradójicamente, está predispuesta para otorgar la máxima credibilidad a aquello de lo que menos evidencia dispone.
La Iglesia, como administradora de esa verdad revelada, dispone de un instrumento de poder atemporal e intangible más eficaz que los ejércitos y las riquezas, pues a diferencia de estos poderes terrenales obtiene su legitimidad no de la aplicación de la fuerza sobre los cuerpos, sino de la entrega voluntaria de las almas. Control de las almas como colaborador necesario del dominio sobre los cuerpos y haciendas por parte de oligarquías y sus tropas. Las religiones, lejos de imponerse por medios pacíficos y el solo recurso al sermón y los milagros, han competido entre sí a lo largo de la historia y la geografía y; una competencia a menudo violenta apalancada en ‘santas alianzas’ con ejércitos cuyos intereses han resultado mutuamente funcionales.
Tampoco la iglesia ha hecho ascos a los réditos materiales de su hegemonía espiritual; al contrario, también abundan sus abusos por rapiña y codicia. En nuestro caso, las inmatriculaciones masivas, muchas veces simple expolio de lo común o colectivo, son el ejemplo más descarado; acompañado de más cesiones arbitrarias del Estado, en particular las exenciones de impuestos como el IBI con las que su inmenso patrimonio inmobiliario resulta limpio de cargas.
Los abusos sexuales e inmobiliarios que ahora nos escandalizan se insertan en nuestro país en una particular historia de simbiosis de la iglesia con el poder político y económico a través de la cual viene practicando múltiples formas de abuso, no ya de la población infantil, sino de la sociedad en general. Tendemos a olvidar que hubo una institución denominada Santa Inquisición que impuso su implacable ley, por encima de las leyes seculares, durante más de 300 años; una ley que imponía la limpieza ideológica, contra otras culturas o fes, mediante la hoguera y la picota en aquelarres públicos (los ‘autos de fe’), y cuyo fiscal y juez era el mismo clérigo-inquisidor, sin necesidad de más procedimiento ni garantía ¿No debe ese pasado imprimir carácter a un pueblo estableciendo un duradero nexo entre fe religiosa, poder y terror?
Cuando se habla de la quema de iglesias y de la ejecución de curas durante la IIª República y la guerra en el bando republicano, conviene, además de lamentar esas muestras de violencia –como cualquier otra–interrogarse por un momento en las razones de esos actos. La cuestión es que cuando los desposeídos (obreros, jornaleros, etc.) de este país, ante la represión desatada por los poderes ‘de toda la vida’, con sus tropas bien armadas, reaccionan contra la iglesia –entre otras instituciones– tendrían alguna razón para ello ¿no? Pues sí, el motivo no era otro que la asociación de los representantes de dios en la tierra con los explotadores instalados en ésta. Sin remontarnos mucho en el tiempo, recordemos por ejemplo a esos curas que tras la entrada de las tropas franquistas en los pueblos, junto con el falangista y algún otro, señalaban a las familias republicanas para su ejecución y expolio. La labor de los curas en los patronatos, preventorios, prisiones y otras instituciones represivas franquistas es también conocida. La entusiasta adhesión eclesial tanto a la conspiración contra la república como al golpe militar y al terror franquista se ilustra y resume con la imagen servil de obispos y párrocos sosteniendo el palio bajo el que Franco hacía su entrada en los templos católicos.
En un artículo felizmente titulado ‘Memoria histórica a hostias’ (El País, 2008), el historiador Julián Casanova decía: ‘Franco y la Iglesia ganaron juntos la guerra y juntos gestionaron la paz, una paz a su gusto, con las fuerzas represivas del Estado dando fuerte a los cautivos y desarmados rojos, mientras los obispos y clérigos supervisaban los valores morales y educaban a las masas en los principios del dogma católico’.
Efectivamente, el papel de la iglesia durante la dictadura no se limitaba a homenajear a Franco sin que se empeñaba en el sometimiento del pueblo a través del monopolio de la enseñanza que el dictador le otorgó, entre otros muchos privilegios. La ‘educación’ impartida estaba teñida de tenebrismo, culpabilidad y variada superchería, alrededor de un relato mítico-místico del pasado bajo el sino colectivo del imperio nacional-católico, que hoy reivindican los epígonos de Don Pelayo. La iglesia era una fábrica masiva y en horario continuo de prejuicios y valores antidemocráticos. En particular destaca el machismo hasta la misoginia de esa iglesia que asignaba a las mujeres un papel subalterno en la sociedad y que se lo sigue asignando dentro de su organización (las monjas).
En un reciente artículo en el diario El País, titulado ‘Años de sotanas’, el escritor Antonio Muñoz Molina lo describe así: ‘Quien no conoció aquellos tiempos no puede imaginar el poder que los curas ejercían sobre las vidas de casi todo el mundo, mayor cuanto más indefensas estaban las personas sometidas a ellos. Los abusos sexuales eran la consecuencia extrema de un permanente abuso político y social, una atmósfera irrespirable de tiranía eclesial’.
Que la jerarquía eclesial es cómplice voluntaria y determinante del golpe fascista del 36 y de la represión de 40 años de dictadura es algo que, por conocido, requiere escasa argumentación; ahora bien, la cuestión que cabe plantearse es qué pasos ha dado esa institución, una vez incorporada a esta democracia y asumidos –se supone– sus valores, para reconocer los hechos y reparar a sus víctimas, aunque solo fuera moralmente. Al igual que el resto de pilares en que se asentó el franquismo –oligarquía económica, ejército y otros cuerpos armados, judicatura…– la jerarquía eclesial hizo su entrada en Damasco sin autocrítica, sin volver la vista atrás, sin pensar en quiénes habían quedado en ese largo camino.
¿Para cuándo cabe esperar que la iglesia católica española asuma el pasado y reconozca su culpabilidad, como mínimo en calidad de avalista moral, en los incontables crímenes del franquismo? ¿Cuándo expiará sus pecados como exige a sus fieles mediante el ejercicio de la confesión y contrición? ¿No merecen compasión –esa virtud tan ‘cristiana’– las víctimas del franquismo y su demanda de justicia?
Vuelvo al texto anterior de J. Casanova refiriéndose a la reclamación de verdad, justicia y reparación por los crímenes franquistas: ‘La Iglesia podría ponerse al frente de esa exigencia de reparación y de justicia retributiva. Si no, las voces del pasado siempre le recordarán su papel de verdugo. Aunque ella sólo quiera recordar a sus mártires.’
Va siendo hora de que la iglesia haga por primera vez un ejercicio de memoria democrática, que abra sus ventanas (y sus archivos), que haga autocrítica y que demuestre su compromiso real con los valores democráticos, los derechos humanos y la justicia.
Y, ya de paso, que devuelva el patrimonio común expoliado a este pueblo.