publico.es Es posible que los teólogos católicos sigan renegando de la Teoría de la Evolución de Darwin, pero no cabe duda de que si hay una especie que se ha adaptado a los cambios biológicos en constante persecución del éxito es el cura. El cura es un tiburón con alzacuellos pescando en aguas turbulentas desde hace dos milenios. Le da igual Románico o Barroco, Gótico o Mudéjar, Romanticismo o Realismo: el cura siempre coge la ola histórica, cabalga sobre ella y llega a tierra firme arremangándose la sotana. El catolicismo no le hace ascos a nada: come primero cantos gregorianos y luego Palestrina, Tomás Luis de Victoria, Bach, Händel, Gounod, Stravinski, polifonías raras, una misa con ecos luteranos; lo que sea con tal de hacer caja.
Cuando yo era un niño, allá a finales de los setenta, en la iglesia de mi barrio –tan pobre que parecía un supermercado de hostias consagradas— sonaban a la guitarra versiones ñoñas de Simon y Garfunkel y de Bob Dylan, canciones medio hippies con olor a sandalia; ahora, medio siglo después, los obispones atraen al público juvenil a base de bacalao, el chunta chunta discotequero reconvertido en himno de maitines. Si la montaña no va a Lisboa, Lisboa se pone gafas de sol y se prepara un cubata para recibir a millón y medio de chavales en las Jornadas Mundiales de la Juventud, una terminología de resonancia vagamente neonazi, tan neonazi como los cánticos del rebaño español, una inmensa piara de niños pijos entonando el Cara al sol y el Que te vote Txapote. Es normal que, al hilo de estos cánticos, alguno de los monaguillos mediáticos haya aventurado que la juventud católica de hoy día se ha apropiado del punk: más que nada porque los pocos dinosaurios punk de hoy día son casi todos nazis, empezando por Johnny Rotten.
Entre tantos mensajes de amor y de perdón sobresalían los inspirados eructos del obispo de Orihuela-Alicante, José Ignacio Munilla. El hombre impartió una catequesis sobre ecología integral en la que pedía por favor que dejaran a los perros ser perros, que no los transportaran en cochecitos para bebés, un tema sobre el que Jesucristo no opinaba gran cosa, al menos según los Evangelios. Jesucristo prefería predicar sobre la pobreza, la caridad y la obligación de ayudar al prójimo. Tampoco parecía importarle mucho el sexo, aparte de ese comentario contundente sobre la pederastia del que la Iglesia católica lleva toda la vida pasando página: "Quien escandalice a uno de estos pequeños, más le valdría que le colgasen al cuello una piedra de molino y lo echasen al mar".
Menos mal que Munilla y otros audaces exégetas no paran de elucubrar sermones alternativos con el fin de rellenar los huecos de la doctrina y vender a la parroquia un Jesucristo de plástico, tan verosímil como un barbudo rubio de ojos azules nacido en mitad de Palestina. "Nadie nace en un cuerpo equivocado" dijo Munilla en referencia a los hombres que se encuentran encerrados en una anatomía femenina y viceversa. "Dios nos ha creado bien, Dios no se equivoca" añadió Munilla, un colofón teológico en el que no queda más remedio que admitir, en calidad de bendición divina, las minusvalías físicas, las enfermedades crónicas, la ceguera, la sordera, la parálisis cerebral y los tumores malignos en los niños de tres años. Para demostrar la humildad y la serenidad con que Munilla acoge cada regalo del cielo, ahí están sus gafas.
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