A falta de un día para la fiesta del Corpus Christi, un año más, la Tarasca va a desfilar por las calles de Granada. No mayor que un caballo, el cuerpo grotesco de este anfibio mitológico es espejo de su vileza. Semejante a un dragón, pero protegido bajo un caparazón de tortuga, camina sobre seis garras de oso. A su vez, puede tragarse a una persona entera –y lo hace– con sus fauces de león.
Montada sobre el monstruo se paseará una mujer que, vestida con alguna prenda sugerente, va a tratar de tentar a los hombres. Por suerte para los granadinos, esta historia tiene su héroe en la persona de santa Marta, una santa del siglo I que, según la leyenda, logró domar a la fiera. Sin embargo, el ritual mantiene viva una tradición antiquísima, que retrotrae a una temática nuclear en la tradición europea: el punto donde se encuentran lo mitológico y lo cristiano para enfrentar al bien contra el mal.
la tradición está repleta de bestias mitológicas. Seres que, incluso en tiempos precristianos, servían para representar el mal. La Tarasca aparece en la Leyenda áurea, una importante colección de hagiografías (relatos sobre los santos) recopiladas por el dominico italiano Santiago de la Vorágine a mediados del siglo XIII. Y el santo la ubica en el denso y por entonces inhabitado bosque que sigue el río Ródano entre Arlés y Aviñón, en Francia. ¿Por qué los animales mitológicos aparecen siempre en los bosques? En El salvaje en el espejo (1992), el antropólogo mexicano Roger Bartra nos da las claves.
Con la paulatina cristianización de Europa, los bosques se fueron convirtiendo en el último reducto de las creencias precristianas. Lugares que, por inaccesibles, eran escenario de ritos paganos. Luego se trocaron en espacios encantados, que la gente temía porque alojaban a criaturas diabólicas. Bartra lo resume de una forma muy bella: “Los bosques eran una especie de frontera interior que amenazaba –real e imaginariamente– al imperio de la fe cristiana”.
Venida de Anatolia central (Turquía), la Tarasca era a la vez hija del Bonnacon, un clásico del bestiario medieval, y del mismísimo Leviatán. Este, creado por Dios, aparece en el libro del Génesis como un dragón marino. También lo menciona Job (el profeta sometido por parte del diablo a gravísimas pruebas), y es de gran importancia, porque lo comparten las tres religiones abrahámicas. Con semejante padre, no es de extrañar que las historias de la Tarasca atemorizaran a los hombres del Medievo.
Por fortuna, todo acabó cuando santa Marta intercedió a favor de los habitantes de Tarascón, un pueblo del sur de Francia a orillas del Ródano. Alertada por las plegarias de los vecinos, la santa se apareció en los bosques justo cuando la bestia estaba engullendo a una persona. Armada únicamente con una cruz y unas gotas de agua bendita, logró domar al animal, y, como si fuera una mascota, se la llevó al pueblo atado con una correa. Las gentes de Tarascón, no obstante, prefirieron no correr riesgos: a la primera oportunidad lincharon a la Tarasca hasta la muerte.
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