Tomado de nuevatribuna.es
Nacido en Solsona en 1778, Cayetano Ripoll se educó en Barcelona donde aprendió gramática y algo de filosofía. Luchó contra los franceses en la Guerra de la Independencia como oficial de infantería y en el año 1810 fue hecho preso y trasladado a Francia donde entró en contacto con grupos de librepensadores franceses.
Se relacionó con un grupo de cuáqueros que le acogieron y se convirtió al deísmo. Ya en 1814 volvió a España para servir a la Milicia Nacional hasta que finalmente se licenció del ejército para ser maestro en el año 1823, en el que se puso a enseñar las primeras letras a los niños de la huerta de Ruzafa, Valencia, hoy un barrio céntrico de la ciudad.
La escuela donde enseñaba era una barraca construida por los propios vecinos y también daba clases particulares. No comía carne porque, según decía, es triste que haya que matar a los animales para que vivan los hombres y era respetado por su honradez y desinterés, pero no daba muestras de aquella piedad ceremoniosa y externa que los ultras exigían.
Fue denunciado por vecinos de la zona, analfabetos en su mayoría, que no entendían por qué no seguía los rituales tradicionales del catolicismo. A pesar de su bondad, el desprendimiento y el amor a sus semejantes de que siempre hizo gala, según los testimonios recogidos por algunos de sus coetáneos, fue la última víctima ajusticiada por herejía en España.
Fue detenido en octubre de 1824, y durante los dos años que permaneció en una antigua cárcel de la ciudad de Valencia no quiso rectificar sus ideas, de las de la santa religión católica. El informe del presidente de la Junta de Fe de la diócesis de Valencia, Miguel Toranzo, antiguo inquisidor, enviado al nuncio del arzobispo de Valencia decía que Ripoll:
“Al final de los largos interrogatorios a los que fue sometido su acusador afirmó que, pese a negar los cargos, tácitamente los confiesa. Para poder aplicarle la pena capital se recurrió a la ley medieval de las Partidas que condenaba a muerte a los cristianos que hubieran abjurado de su fe para hacerse judíos o herejes. Se le sentenció a morir colgado en la horca y a ser quemado, pero como «en el día en ninguna nación de Europa se quema o materialmente se condena a las llamas a los hombres», la quema «podrá figurarse pintando varias llamas en un cubo, que podrá colocarse por manos del ejecutor bajo del patíbulo ínterin permanezca en él el cuerpo del reo y colocarlo, después, de sofocado, en el mismo”.
La condena fue dictada por el Tribunal de la Fe diocesana por hereje contumaz y relajado a la justicia ordinaria. La Audiencia de Valencia, a pesar de no contar con la autorización del rey, dictó y ejecutó la sentencia el 31 de julio de 1826.
Fue ahorcado en la plaza del Mercado de Valencia donde había instalado un patíbulo permanentemente.
El nuncio en España intentó justificar lo sucedido alegando que Ripoll era un «deísta fanático» que corrompía a la gente con su falsa virtud. Por su parte el arzobispo de Valencia felicitó al presidente de la Junta de Fe, Miguel Toranzo, que expresó su deseo de que la muerte de Ripoll sirviese de escarmiento para unos y de lección para otros.
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