Tomado parcialmente del artículo de Julián Casanova en infolibre.es
Quienes habían provocado la guerra, la habían ganado y gestionaron desde el nuevo Estado la victoria, asentaron la idea, imposible de contestar, de que los republicanos eran los responsables de todos los desastres y crímenes que habían ocurrido en España desde 1931. Proyectar la culpa exclusivamente sobre los republicanos vencidos liberaba a los vencedores de la más mínima sospecha. El supuesto sufrimiento colectivo dejaba paso al castigo de solo una parte. Francisco Franco lo recordaba a menudo con el lenguaje religioso que le sirvió en bandeja la Iglesia católica: “No es un capricho el sufrimiento de una nación en un punto de su historia; es el castigo espiritual, castigo que Dios impone a una vida torcida, a una historia no limpia”.
La guerra terminó el 1 de abril de 1939 con el triunfo total de las tropas “nacionales” de Franco. El mismo día de la “liberación” de la capital, Leopoldo Eijo y Garay, obispo de la diócesis de Madrid, publicó su pastoral “La hora presente”. La guerra había sido necesaria e inevitable porque “por los caminos ordinarios” España ya no podía salvarse y “la hora presente” era, ni más ni menos, en todo el mundo, pero “singularmente” en España, “la hora de la liquidación de cuentas de la humanidad con la filosofía política de la Revolución Francesa”.
Eran momentos de fiesta, tedéums, resurrección de España y de honra a los mártires de la Cruzada. Pocas horas después de anunciar que el Ejército rojo estaba cautivo y desarmado, el Generalísimo recibió un telegrama de Pío XII, el antes cardenal Eugenio Pacelli, que había sido elegido Papa el 2 de marzo de ese mismo año, tras la muerte de Pío XI el 10 de febrero. Tampoco faltó a la cita de felicitación el cardenal Isidro Gomá, quien desde Pamplona recordaba a Franco el 3 de abril “con qué interés me uní desde el comienzo a sus afanes; cómo colaboré con mis pobres fuerzas y dentro de mis atribuciones de Prelado de la Iglesia a la gran empresa”.
La gran empresa era la regeneración total de una nación nueva forjada en la lucha contra el mal, el sistema parlamentario, la República laica y el ateísmo revolucionario, todos los demonios enterrados por la victoria de las armas de Franco con la protección divina. Se trataba del logro de la confesionalidad católica del Estado, del “despotismo de militares y clérigos”, como lo llamaba Barcala, uno de los personajes de La velada de Benicarló de Manuel Azaña. Las ciudades y campos se llenaron de desfiles, manifestaciones de la victoria, regreso simbólico de las vírgenes a sus lugares sagrados, actos de desagravios y procesiones.
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