A principios de los años ochenta del siglo pasado empecé a trastear con una novela que exploraba un futuro en el que Estados Unidos se hubiera dividido. En la historia, una parte del país se había convertido en una dictadura teocrática basada en los principios religiosos puritanos y la jurisprudencia de la Nueva Inglaterra del siglo XVII. Ambienté la novela en la Universidad de Harvard y sus alrededores, una institución que en los ochenta era famosa por su progresismo pero que había nacido tres siglos antes como escuela de formación para el clero puritano.
En la teocracia ficticia de Gilead, las mujeres tenían muy pocos derechos, igual que en la Nueva Inglaterra del siglo XVII. De la Biblia se escogían solo los fragmentos más convenientes, de los que se hacía una interpretación literal. Siguiendo el ejemplo de las estructuras reproductivas del Génesis —en concreto, las de la familia de Jacob—, las esposas de los patriarcas de alto rango podían tener esclavas, o “criadas”, decir a sus maridos que dejaran embarazadas a esas criadas y luego reclamar los hijos como propios.
Aunque acabé por completar la novela, que titulé El cuento de la criada, durante el proceso dejé de escribir varias veces porque me parecía demasiado inverosímil. Qué ingenua. Las dictaduras teocráticas no pertenecen solo al pasado remoto: hoy existen varias en el planeta. ¿Qué nos garantiza que Estados Unidos no va a convertirse en una de ellas?
Por ejemplo: estamos a mediados de 2022 y se acaba de filtrar la opinión escrita por un magistrado del Tribunal Supremo de Estados Unidos que, de materializarse, aboliría una jurisprudencia establecida hace 50 años, con el argumento de que el aborto no figura en la Constitución ni está “profundamente arraigado” en “nuestra historia y tradición”. Es verdad. La Constitución no dice nada sobre la salud reproductiva de las mujeres. Pero es que el documento original no menciona a las mujeres en absoluto.
Las mujeres quedaron deliberadamente excluidas del derecho al voto. Aunque uno de los lemas de la Guerra de la Independencia de 1776 fue “no a los impuestos sin representación”, y también se consideraba que gobernar con el consentimiento de los gobernados era una cosa positiva, las mujeres no estaban representadas ni daban su consentimiento a los gobiernos; solo por poderes, a través del padre o el marido. Las mujeres no podían dar ni negar su consentimiento porque no podían votar. Así se mantuvo hasta 1920, cuando se ratificó la 19ª Enmienda, a la que muchos se opusieron firmemente porque era contraria a la Constitución original. Claro que lo era.
Para la legislación estadounidense, las mujeres fueron inexistentes durante mucho más tiempo del que han sido personas. Si empezamos a abolir las leyes establecidas con las excusas que propone el juez Samuel Alito, ¿por qué no derogar el voto de las mujeres?
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Un momento, dirán ustedes: no estamos hablando de órganos, sino de bebés. Y eso plantea varios interrogantes. ¿Una bellota es un roble? ¿Un huevo de gallina es un pollo? ¿Cuándo se convierte un óvulo humano fecundado en un ser humano o persona de pleno derecho? “Nuestras” tradiciones —las de los antiguos griegos, los romanos, los primeros cristianos— han titubeado a este respecto. ¿En la “concepción”? ¿Cuando se oyen los “latidos”? ¿Cuando se empiezan a notar las “patadas”? El límite más estricto de los activistas actuales contra el aborto se sitúa en la “concepción”, que ellos dicen que es el momento en el que un grupo de células adquiere un “alma”. Pero cualquier opinión de este tipo se basa en una creencia religiosa; en concreto, la fe en la existencia del alma. Y no todo el mundo la comparte. Pese a ello, parece que todos corren el riesgo de estar sujetos a unas leyes formuladas por quienes sí lo creen. Una cosa que es pecado con arreglo a un determinado sistema de creencias religiosas va a ser delito para todo el mundo.
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