En el Valle de los Caídos, ahora llamado de Cuelgamuros, también han vivido, y viven, niños. Es un aspecto poco conocido: los monjes benedictinos procedentes de Silos que se instalaron en el lugar en 1958, tras la creación del gran osario de víctimas de la Guerra Civil, contaron desde el principio con un internado de menores que formaban la escolanía. Allí vivían, estudiaban e integraban el coro infantil que cantaba en las misas del monasterio y la basílica. Hoy en día sigue funcionando igual. En ese internado, según acusan dos exalumnos, también se han producido abusos de menores. Antonio Arévalo González estudió allí nada más abrirse la abadía, de 1959 a 1961, de los nueve a los 11 años. José G., una década después, de 1967 a 1971, de los 10 a los 14 años. Él lo ha denunciado ya a la comisión de investigación del Defensor del Pueblo y Arévalo afirma que lo hará en los próximos días.
Arévalo señala a cinco monjes, uno que abusó de él y otros cuatro a los que vio, o supo de sus acciones a través de sus compañeros. “Tengo 72 años, y la verdad es que he vivido toda mi vida con esto. Tras ver cómo iban saliendo casos de abusos a la luz, llegó un momento en que dije: yo tengo que participar en esto. Quiero contar los abusos que se cometían allí. Yo tuve las primeras experiencias sexuales a los diez años con los monjes”. Acusa como su agresor a Albino Ortega, fallecido en 1980, famoso porque fabricaba un licor benedictino. “En el área oeste tenía una destilería. Llevaba a los niños allí. Me acuerdo del sabor dulzón del licor. Nos daba una copita y luego abusaba de nosotros. En mi caso eran tocamientos y masturbaciones, pero es que yo no debía de gustarle mucho, le iban los gorditos y con dos compañeros míos fue a más”.
El segundo exalumno, José G., que prefiere no identificarse más que con iniciales, acusa a otro monje, T. B., que dejó la abadía en 1975 para pasar al clero diocesano y luego ha sido sacerdote en la comunidad de Madrid durante casi 50 años. “Era uno de nuestros vigilantes. Con la excusa de que me gustaban los sellos me llevó a su celda a enseñarme su colección, y allí me bajó la bragueta y empezó a toquetearme. Me quedé bloqueado, no sabía qué hacer, supongo que él iba a buscar una erección, me intentó masturbar, entre el shock y que para mí era una situación impensable, me empecé a enfadar, y me fui de allí de manera instintiva. Me dijo que no dijera nada a mis padres. Pero yo no fui el único. Era un internado donde estabas a su merced, lejos de tu familia. Pero con 12 y 13 años teníamos ya la sensación del bien y del mal, y de que teníamos que ser astutos para sobrevivir”. Nunca se lo dijo a nadie, ni lo denunció: “Ir contra la Iglesia, pero además contra una Iglesia que era parte del Estado de la dictadura, y en ese lugar, era una locura. Yo querría que ahora se sepa la verdad, dentro de la memoria democrática, y que haya verdad, justicia y reparación”.
Como en otros casos, vuelve a plantearse el problema de la voluntad real de la Iglesia española de investigar los abusos de menores y ser totalmente transparentes con lo que saben órdenes y diócesis. Ante la opacidad y la negativa de la mayoría de ellas a colaborar en que la verdad salga a la luz, será decisivo el papel del Defensor del Pueblo.
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