Tomado de David Torres en publico.es
De los tres grandes poderes, legislativo, ejecutivo y judicial, este último es el que tradicionalmente resulta más cercano a la farándula, hasta el punto de que puede verse un juicio como un teatro, con sus actores, su público, su vestuario y sus ceremonias. La historia del cine ha dado jueces verdaderamente hilarantes, aunque pocos -por no decir ninguno- pueden competir con el juez Maxwell interpretado por Liam Dunn en ¿Qué me pasa, doctor?, de Peter Bodganovich. Nada más entrar a la sala, el juez Maxwell entorna los ojos, mira a su alrededor y le dice al ujier: "Mírelos: tienen aspecto de auténticos facinerosos". "Pero esos son los espectadores, señoría" replica alarmado el otro.
Es una pena que el subgénero de la comedia judicial apenas haya tenido descendencia en la cinematografía española, probablemente porque lo tendría muy difícil para competir con la realidad. En su última actuación, el Consejo General del Poder Judicial ha amparado la existencia de la Fundación Francisco Franco basándose en la libertad de expresión, argumentando que la apología del franquismo, siempre y cuando no menosprecie o humille a las víctimas, pertenece al terreno de la libre circulación de ideas, lo mismo que el nazismo, el machismo, el racismo, el terraplanismo o la tortilla de patatas sin cebolla. No me negarán que apuntalar el franquismo mediante la libertad de expresión es un chiste buenísimo, aun mejor que la sentencia del caso Nóos, cuando absolvieron a la infanta Cristina porque la pobre no se enteraba de nada.
Con la justicia española hay que andar con mucho ojo, como el que va pisando un campo minado, porque nunca sabes cuando te puede explotar en las narices un chiste de siete años y un día. Puedes utilizar la libertad de expresión, por ejemplo, para decir por la radio que matarías a tiros a unos cuantos diputados de Podemos en cuanto los vieras por la calle, o bien que hay que fusilar por el bien de España a 26 millones de hijoputas. De inmediato, los defensores del orden detectaron el sentido del humor típicamente hispánico de estos caricatos y la cosa no pasó a mayores. En cambio, por pasarse de gracioso, Javier Krahe estuvo décadas liado en un juicio por ofensa a los sentimientos religiosos por culpa de su receta del Cristo al horno, mientras que Cassandra Vera Paz fue condenada por bromear sobre el atentado a Carrero Blanco con el agravante de medio siglo de retraso, aunque al final el Tribunal Supremo anuló la sentencia.
Más allá de los sentimientos religiosos o de la ofensa a las víctimas del terrorismo, lo que se juzgaba en estos últimos casos era la calidad ínfima de los chistes sobre la carrera espacial de Carrero Blanco y el mal gusto del video gastronómico del crucifijo: en ningún caso se acercaban, ni de lejos, al ingenio sin par de Jiménez Losantos con su lupara y al gracejo nostálgico de los militares retirados planeando fusilamientos masivos de españoles vía telefónica. Frente a la seriedad intolerable de la Ley de la Memoria Democrática, habrá que contemplar el franquismo como un chiste demasiado largo. La justicia española, en efecto, es imprevisible, igual que ese célebre número cómico de los Monty Python en el que alguien soltaba de repente "No esperaba a la Inquisición Española" y salían de la nada tres cardenales: "Nobody expects the Spanish Inquisition!"
1 comentario:
Totalmente de acuerdo con el magnífico artículo...
Se me ocurrían mientras lo leía un sinfín de "libertades de expresión" dirigidas al Consejo General del Poder Judicial... Pero como tienen eso, mucho PODER judicial te las comentaré cuando te pille, no sea cosa que me monten un Krahe por decirlas y a ti por escucharlas...
Aprieto los labios porque las tengo en la punta de la lengua....
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