La Cadena SER lleva varios días contando en sus emisiones locales la historia de varios alumnos del Colegio La Salle en Santiago de Compostela. Es un relato de abusos sexuales, violencia y maltrato que me resulta muy familiar. El acusado al que señalan los testimonios hace tiempo que ha muerto. Aun así, en antena lo identifican por unas siglas: J.B. Yo lo reconozco al instante. Joaquín Berruguete, el hermano Berruguete: jefe de estudios, profesor de Física y Química, aficionado a tocar a los alumnos por debajo de la ropa y un personaje violento que te podía hacer sangrar de un puñetazo si no entendías un código loco, que casi ninguno entendíamos. Fue mi profesor y mi jefe de estudios.
Empiezo por un recuerdo que siempre le cuento a mis amigos para retratar aquellos años. Él había castigado a un compañero por cualquier tontería: reírse en clase, hablar o estar despistado. La reprimenda empezó como un juego, subiendo al reo a la tarima para iniciar una ceremonia de sadismo en la que nos obligaba a ser partícipes.
Una vez frente a la pizarra el profesor susurraba al alumno las normas de la partida: "Estira las manos. Sujeta el borrador en esta. En esta otra, una tiza. Sobre la cabeza, un libro. Si algo cae al suelo, te daré una bofetada". Entonces Berruguete proseguía la clase pero ya nadie prestaba atención. Él era consciente. Todos deseábamos internamente que a nuestro compañero se le cayese algo al suelo para ver cuál era el siguiente episodio. De algún modo, por un instante, nos hacía cómplices de su maltrato espectacular.
A partir de ahí iniciaba una sucesión de repeticiones en el juego. Para entonces, la maniobra sádica ya no le hacía gracia a nadie, excepto al profesor. Era capaz de aguantarla hasta que el alumno empezaba a sangrar. Era lo normal. Después, si era necesario, llevaban al chico a enfermería (otro templo del terror) con cualquier excusa.
Los testimonios que la Cadena SER ha difundido estos días se centran en otro aspecto del mismo personaje: su afición a tocar a los alumnos por debajo de la ropa. Corrían los años 80, colegio de niños en un Santiago que era, y sigue siendo, uno de los diamantes de la corona católica. Las excusas del hermano Berruguete para el acercamiento sexual eran variadas: que si "la cadenita que traes", que a ver "si ya te ha salido vello en la axila", que "miren aquí, a su compañero moderno, con los vaqueros rotos"... Algunos chavales no se cortaban ante los intentos del cura y braceaban evitando sus manos. Esos se salvaban.
Otros no eran capaces de reaccionar y les atrapaba el bloqueo. Lo que hacía aquel cura siempre empezaba como una broma y acababa mal. Nosotros no teníamos cultura sobre abusos pero tampoco éramos gilipollas. Aquello formaba parte de un sistema y este es, quizás, el aspecto más importante de todo: no eran hechos aislados, otros profesores hacían cosas parecidas.
No sé cómo definir lo que ocurría en aquellas clases. Estaba convencido de que en los otros colegios de la ciudad las cosas eran igual. A veces pienso que aquello fue otra zona oscura de la Transición, en la que los niños no podíamos llegar a casa contando cosas raras porque el país iba como un tiro y si el profe te había dado de hostias es que algo habrías hecho mal tú. Por eso me extraña ver ahora a la Iglesia hablando de "casos aislados" .
Ahora que se plantea una investigación sobre los abusos sexuales en el seno de la Iglesia todo ha vuelto a mi cabeza por esas voces que la SER ha sacado contando lo que pasaba en mi propio colegio. Estos días, el presidente de la Xunta, Alberto Núñez Feijóo, se ha manifestado en contra de remover el asunto con una frase grandilocuente: "Llamar terroristas a los obispos no es de recibo". Feijóo fue un alumno interno en Los Maristas de León, uno de los epicentros de las denuncias por abusos sexuales por parte de profesores. Yo no sé si él vio algo en esos años de internado. Yo sí lo vi.
No hay comentarios:
Publicar un comentario