Alfonso Caparrós, de 76 años, víctima de los abusos de un jesuita en el colegio San Estanislao de Kostka de Málaga en los años cincuenta, se reunió en junio de 2020 con el provincial de España de la orden. “Conté mi caso por desahogo, no por esperar dinero, ni sabía que eso se podía. Tras escucharme, me dijo: ‘¿Cuánto crees que te corresponde?’. Le dije que habían perdido mi alma, porque me hice ateo, y que tasara él lo que vale un alma perdida como la mía”, relata Caparrós. Entró entonces en un proceso de indemnización que define como impersonal, frío y humillante, a través de un despacho de abogados, y en el que, para empezar a negociar, se le exigía la firma de un acuerdo de confidencialidad. Los maristas, en Cataluña, también impusieron la misma condición en 2020, en la primera indemnización colectiva emprendida por una orden en España. No obstante, el papa Francisco, que es jesuita, prohibió comprar el silencio de las víctimas en 2019 en su documento Vox estis lux mundi, destinado a reforzar la lucha contra la pederastia en el clero y acabar con el secretismo. En su artículo 4.3 señala que a quien denuncia un caso “no se le puede imponer alguna obligación de guardar silencio con respecto al contenido del mismo”. Caparrós descubrió que los jesuitas manejan un tarifario sobre los abusos “en función de su gravedad”, según figura en un documento de la orden al que ha tenido acceso este diario: hasta 5.000 euros, leve; hasta 10.000, media; hasta 15.000 alta. Ahora, dice, sabe cuánto vale su alma: “Mi violación vale solo 7.500 euros”. Los recibió el pasado mes de junio en su cuenta bancaria.
Esta es la primera vez que se conocen los detalles del sistema de indemnización de los jesuitas desde que el pasado mes de enero anunciaron que comenzarían a compensar a las víctimas de abusos cometidos por miembros de su congregación. Lo hicieron tras una investigación interna que contabilizó 81 víctimas desde 1927, la primera de una orden en España, aunque no hicieron públicos los detalles de cada caso, como fecha, lugar y nombre del agresor, algo básico para que salgan a la luz otras víctimas. En el caso de Alfonso Caparrós, su opinión es muy crítica. No recibió siquiera la compensación máxima, y por eso quiere contar con detalle su relato de los graves abusos que sufrió, pese a su brutalidad, para hacer comprender cómo se siente. Por esa razón, las líneas que siguen son muy duras. El pederasta que le agredió es el jesuita Ramón Gutiérrez Mateo, que en 1963 dejó la orden y luego falleció en Düsseldorf, Alemania, según la información de la orden.
Recuerda Caparrós: “Yo tenía 7 años, mi clase estaba a cargo del hermano Gutiérrez. Aunque tengo el natural pudor de entrar en los escabrosos y dolorosos detalles, creo que debo hacerlo porque es la manera de mostrar la crueldad de estos canallas. Este individuo empezó a proclamar desde el primer momento que me quería mucho, que qué guapo era… Yo creo que era más una letanía para sí mismo, como una manera de justificar sus abusos ante lo irresistible que yo era para él. El primer asalto tuvo lugar en los aseos del colegio. Yo había vomitado y me manché. Él me desnudó por completo y empezó a tocarme todo el cuerpo, a besarme con su barba que me arañaba, a mojarme con su saliva apestosa mientras él mismo tocaba su pene y finalmente se vaciaba en mi cara empujando el semen hasta mi boca. Yo tenía una mezcla de sorpresa, asco y miedo. Yo creía que se había puesto enfermo por los jadeos y convulsiones, como yo no sabía lo que era el esperma, creí que era pus. Yo lloraba y eso le alarmó. Me ordenó que me callara y me abandonó allí en los baños”. Relata que en otras ocasiones le practicaba felaciones y “fue aumentando progresivamente el estupro hasta convertirlo en violación”. “Como era imposible penetrarme con el pene, empezó a meterme sus dedos largos, huesudos y sucios (era el encargado del huerto del colegio) que era para mí como si me metieran una herramienta o algo así. Podría seguir con más variantes de perversiones. No se lo conté a nadie, no hubo ayuda ni terapia”. Al menos otro niño de su clase sufrió abusos del mismo religioso, según recuerda, porque a veces en la misma clase se producían tocamientos.
Relató los abusos a dos abogados que le entrevistaron, que se presentaban como el “órgano investigador”. “Fue una fase desesperante de interrogatorios, firmas de protocolos abigarrados, cláusulas de confidencialidad leoninas y un engaño continuo”. Al final, lo que le llama la atención “es que en todo este proceso en ningún momento se habla del pecado ni se entra en consideraciones morales”. Afirma que sintió casi que era él quien tenía que probar su inocencia, “que no fui yo, con seis, siete años, quien sedujo al sacerdote”. Tras recibir el dinero, escribió a Roma al general de la Compañía, Arturo Sosa, para quejarse del trato recibido y echarle en cara una cantidad que considera ridícula. Le recordó que en Estados Unidos los jesuitas pagaron a una víctima 300.000 euros. En este país la orden acordó pagar 166 millones de dólares a cerca de 500 víctimas de abusos en 2011. En España, EL PAÍS reveló en 2019 que una víctima de Salamanca recibió de los jesuitas 72.000 euros en 2002, uno de los primeros casos de indemnizaciones, y de los más elevados, que han salido a la luz en España. “A mí, que fui repetidamente abusado y violado con 7 años por otro jesuita depredador, me dan ahora 7.500 euros. Cabe preguntarse qué le habrían hecho a ese niño para que la indemnización sea tan tremendamente desproporcionada”, opina Caparrós. La víctima de Salamanca explicó a EL PAÍS que calculó el importe con el coste de lo que se había gastado en terapia hasta entonces.
Sosa respondió en una carta el pasado mes de julio y le explicó que la indemnización fue fijada “de acuerdo con distintas y recientes sentencias de los tribunales españoles para casos de abusos”. “El contacto sigue abierto para lo que usted pueda necesitar en cuanto a apoyo moral u otro tipo de escucha. Respecto a la compensación, hemos de decirle que está fijada según derecho y conforme a un protocolo de actuación al que usted previamente se sometió de forma voluntaria”, concluía.
En otro caso, el de Pascual Rodríguez, nombre ficticio de un exalumno de los jesuitas de Alicante, él se negó a emprender el proceso de indemnización cuando le pusieron delante el protocolo de confidencialidad que debía firmar. Su caso fue publicado en EL PAÍS en febrero de 2021: llevaba desde 2010 reclamando justicia a la Compañía por los abusos que denunciaba en su colegio en los años cincuenta. Abrió un correo electrónico para intentar recoger testimonios de otras posibles víctimas: abusoscolegioinmaculadajesuitas@hotmail.com. Tras salir en prensa, la orden se puso en contacto con él. “El 10 de marzo de 2021 me reuní con dirigentes de la orden y uno de ellos me dijo: ‘Yo a usted le creo. La Compañía de Jesús tiene que pedirle perdón y reparar’. Pero hasta hoy”. Porque la siguiente comunicación fue de un despacho de abogados que le pasó el protocolo. “Me salí de ese cauce diabólico de secretismo, es una vergüenza”, explica. Además, para su sorpresa, descubrió que uno de los bufetes que han trabajado con los jesuitas, no en su caso, era el mismo al que él había acudido el año pasado para presentar una denuncia por sus abusos. Era el de la abogada Leticia de la Hoz, experta en casos de abusos y conocida por su defensa de las víctimas en procesos muy conocidos, como el del colegio Gaztelueta del Opus Dei, en Bizkaia. Rodríguez afirma que tras una reunión en Madrid no volvió a tener noticias suyas. “Hasta que supe que estaba en la otra parte”, afirma. Este despacho, señalan los jesuitas, fue uno de los contratados por su experiencia con víctimas, como entidad independiente, para valorar la credibilidad de los testimonios. Fuentes de este bufete admiten que esta abogada no pudo finalmente llevar el caso de Rodríguez por falta de tiempo y lamentan que se sintiera dolido. Explican que De la Hoz, que forma parte de la asociación Infancia Robada (ANIR), atiende de forma gratuita a las víctimas de abusos y a veces está desbordada de trabajo.
Otra orden religiosa, los maristas, también exige confidencialidad. Jordi Alsina, exalumno de los maristas de Sants, en Barcelona, denuncia que fue víctima de los abusos del hermano Víctor en el curso 1969-1970, cuando tenía 11 y 12 años, al igual que otros compañeros. Cuando en 2016 el diario El Periódico destapó el escándalo de esta orden en Cataluña, se puso en contacto con Manuel Barbero, padre de una víctima que denunció el caso y creó la asociación Mans Petites. Los maristas aceptaron finalmente negociar una indemnización con esta entidad, pero antes había que firmar un papel. “El 14 de febrero de 2020 me llegó un documento, en el que se me concedía la gracia de poder dirigirme a una comisión para exponer mi caso. La comisión lo estudiaría, pero yo debía comprometerme a acatar su dictamen fuera cual fuera, no volver a presentar nunca más ninguna otra reclamación en ninguna instancia marista y no difundir, compartir ni publicar nada que se relacionase con los trámites y decisiones de la tal comisión. Evidentemente jamás cursé ni firmé tamaña infamia. Pocas veces en mi vida he sentido una indignación tan inmensa... Sabiendo además que a la reverenda orden eso le trae absolutamente sin cuidado”. El documento señala que el firmante acepta “someterme y acatar el dictamen de esta comisión”. “Asimismo”, sigue el texto, “manifiesto mi compromiso de mantener la confidencialidad de los trámites y resoluciones que afecten a mi persona, sin difundirlos, compartirlos o publicarlos”.
Alsina solo tiene buenas palabras para Manuel Barbero y cree que hizo una labor admirable, que luchó en solitario para obtener justicia, pero cree que toda la operación fue “una tomadura de pelo”. Por su parte, Barbero defiende el trabajo que hicieron, que logró una indemnización para 25 víctimas de 400.000 euros, según anunció a la prensa, aunque según datos de la orden fueron 353.000. Los pagos oscilaron entre los 4.000 a 50.000 euros, precisa Barbero. Ahora bien, señala que en realidad había “más de 70 víctimas”, y solo esas 25 le dieron autorización para negociar un acuerdo. El resto, la mayoría, como Jordi Alsina, no firmaron.
En España, el secretismo y las cláusulas de silencio dominan las indemnizaciones a las víctimas de abusos, que de esta forma no salen a la luz. Del mismo modo que la Conferencia Episcopal Española (CEE) se niega a revelar cuántos casos de abusos conoce, no informa sobre cuántas compensaciones se han pagado. “Estas prácticas se salen de las reglas canónicas y no tienen transparencia. También algunas diócesis lo están haciendo, pero va contra la normativa canónica. La indemnización está regulada, llega al final del proceso penal canónico y, si el acusado ha fallecido, al menos deben seguirse las reglas de la investigación previa, e informar del caso a la Santa Sede”, explica un canonista experto en casos de pederastia. Las investigaciones y los procedimientos se deben comunicar al Vaticano, a la Congregación de Doctrina de la Fe, que de ese modo centraliza la información, una medida tomada en 2001 por Juan Pablo II precisamente para intentar controlar qué hacían las diócesis y órdenes de todo el mundo contra la pederastia. Pero obispos y órdenes a veces se saltan estas normas.
En realidad, según el código canónico, la Iglesia está obligada a indemnizar a las víctimas de abusos. Pero solo en enero de este año, la CEE afirmó por primera vez que las diócesis aceptarán llegar a acuerdos de una compensación económica con las víctimas que se dirijan a ellas, aunque evaluarán caso por caso. “En la medida que haya necesidad de trabajo de terapia y acompañamiento, no como un criterio general, ni como un fondo abierto, sino desde la relación personal y personalizada con las personas que puedan estar en esas situaciones”, dijo Luis Argüello, portavoz y secretario general de la CEE.
No hay comentarios:
Publicar un comentario